domingo, 28 de noviembre de 2010

Aullido de Allen Ginsberg (1956)



AULLIDO
por Carl Solomon

I

He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos,
arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo,
hipsters con de cabeza de ángel consumiéndose por la primigenia conexión celestial con la estrellada dinamo de la maquinaria nocturna,
que, encarnación de la pobreza envuelta en harapos, drogados y con vacías miradas, velaban fumando en la sobrenatural oscuridad de los pisos de agua fría flotando sobre las crestas de la ciudad en contemplación del jazz,
que desnudaron sus cerebros ante el Cielo bajo el El* y vieron tambalearse iluminados ángeles mahometanos sobre los tejados de las casas de alquiler,
que atravesaron las universidades con radiantes ojos tranquilos, alucinando Arkansas y tragedias de luz de Blake entre los escolásticos de la guerra,
que fueron expulsados de las academias por dementes y por publicar odas obscenas sobre las ventanas de la calavera,
que se acurrucaban amedrentados en ropa interior en habitaciones sin afeitar, quemando su dinero en papeleras y escuchando el sonido del Terror a través de la pared,
que fueron aferrados por sus barbas púbicas al regresar por Laredo a Nueva York con un cinturón de marihuana,
que devoraron fuego en hoteluchos o bebieron trementina en Paradise Alley, muerte, o hacían sufrir a sus torsos los tormentos del purgatorio noche tras noche por medio de sueños, drogas, pesadillas de la consciencia, alcohol y verga y juergas continuas,
incomparables callejones sin salida de trémula nube y relámpago en la mente abalanzándose hacia los polos de Canadá & Paterson, iluminando todo el inmóvil mundo del intertiempo,
solideces de salones en Peyote, albas de cementerio de árbol verde en el patio de detrás, borrachera de vino sobre los tejados, barrios de escaparates de locuras automovilísticas en marihuana parpadeo de neón luz de tráfico, vibraciones de sol y luna y árbol en los rugientes atardeceres de invierno en Brooklyn, desvarios de lata de basura y bondadosa soberana luz de la mente,
que se encadenaron a los ferrocarriles subterráneos para el interminable trayecto entre Battery y el sagrado Bronx colgados en benzedrina hasta que el ruido de ruedas y niños les hacía caer temblorosos, con la boca como un erial y . bataneados, yermos mentalmente, despojados de toda brillantez bajo la lúgubre luz de zoológico,
que se sumergían la noche entera en la submarina luz de Bickford's, salían flotando y desgranaban la tarde de cerveza rancia en el desolado Fugazzi's, escuchando el estallido del apocalipsis en el jukebox de hidrógeno,
que hablaban sin interrupción durante setenta horas del parque al apartamento al bar a Bellevue al museo al Puente de Brooklyn,
un perdido batallón de conversadores platónicos saltando las barandillas terminales de las escaleras contra incendios, desde las ventanas, desde el Empire State, desde la Luna,
desbarrando gritando vomitando susurrando hechos y recuerdos y anécdotas y excitaciones oculares y conmociones de hospitales y cárceles y guerras,
intelectos enteros vomitados en deposición integral durante siete días con sus noches con ojos brillantes, carnaza para la sinagoga arrojada sobre el pavimento,
que se desvanecieron en la nada de la Nueva Jersey Zen dejando un rastro de ambiguas postales dibujadas del Ayuntamiento de Atlantic City,
sufriendo sudores orientales y crujidos de hueso tangerinos y migrañas de la China bajo el síndrome de abstinencia en la escuálida habitación amueblada de Newark,
que vagaban sin tino a media noche en el cercado de los ferrocarriles preguntándose dónde ir, y partían, sin dejar atrás corazones destrozados,
que encendían cigarrillos en furgones furgones furgones que traqueteaban a través de la nieve hacia solitarias granjas en la abuela noche,
que estudiaban a Plotino Poe S. Juan de la Cruz telepatía y la kabala bop porque el cosmos vibraba instintivamente a sus pies en Kansas,
que se lo hacían de solitarios por las calles de Idaho en busca de ángeles indios visionarios que fueran ángeles indios visionarios,
que pensaron que tan sólo estaban locos cuando Baltimore refulgió en sobrenatural éxtasis,
que entraban a saco en limusinas con el Chino de Oklahoma impulsados por la lluvia de invierno de farola de media-noche de pueblo,
que vagaban perezosos hambrientos y solos a través de Houston en busca de jazz o de sexo o de sopa, y siguieron al deslumbrante Español para conversar acerca de América y la Eternidad, desesperanzadora tarea, y así embarcaron rumbo a Africa,
que desaparecieron en los volcanes de Méjico dejando tras de ellos tan sólo la sombra de sus vaqueros y la lava y la . ceniza de la poesía esparcida en la chimenea que es Chicago,
que reaparecieron en la Costa Oeste investigando al F.B.I. con barba y en pantalones cortos con grandes ojos pacifistas eróticos con su piel morena distribuyendo incomprensibles panfletos,
que se quemaban los brazos con cigarrillos en protesta por la narcótica neblina de tabaco del capitalismo,
que distribuían panfletos Supercomunistas en la Plaza de la Unión sollozando y desnudándose mientras las sirenas de Los Alamos les perseguían con sus aullidos, y aullaban por la calle Wall, y el ferry de Staten Island aullaba tambien,
que se derrumbaban sollozando en blancos gimnasios desnudos y trémulos ante la maquinaria de otros esqueletos,
que mordían a los detectives en el cuello y chillaban con deleite en coches de la policía por no haber cometido más crimen que su espontánea y salvaje pederastia e intoxicación,
que aullaban de hinojos en el metro y se veían arrastrados de los tejados enarbolando genitales y manuscritos,
que permitían que los virtuosos motoristas les dieran por culo, y gritaban de gozo,
que mamaban y fueron mamados por esos serafines humanos, los marineros, caricias de amor Atlántico y Caribeño,
que follaban por la mañana por las tardes en las rosaledas y el césped de los parques públicos y los cementerios dispersando su semen libremente a quien quisiera viniera quien viniera,
que hipaban interminablemente intentando forzar una risita pero acabaron sollozando tras una partición de unos Baños Turcos cuando el rubio desnudo ángel apareció para atravesarles con una espada,
que perdieron sus efebos a manos de las tres viejas arpías del destino la arpía tuerta del dólar heterosexual, la arpía tuerta que guiña el ojo desde el interior del útero y la arpía tuerta que se limita a sentarse sobre su culo y cortar las áureas hebras intelectuales del telar del artesano,
que copulaban extáticos e insaciados con una botella de cerveza un amante un paquete de cigarrillos una vela y caían de la cama y continuaban por el suelo pasillo adelante y terminaban desmayándose contra la pared con una visión del coño supremo y la eyaculación eludiendo el último hálito de la consciencia
que endulzaron los coños de un millón de muchachas que se. estremecían en el crepúsculo, y al alba se encontraban con los ojos enrojecidos, pero dispuestos a endulzarle el coño a la aurora, exhibiendo relámpagos de culo bajo los graneros y desnudos en el lago,
que salían de putas por Colorado en miríadas de coches robados para una noche, N.C., héroe secreto de estos poemas, follador y Adonis de Denver — regocijémonos en el recuerdo de sus innumeras jodiendas de muchachas en solares vacíos & en patios traseros de restaurantes, en rechinantes filas de cines, en las cimas de las montañas en cuevas o con enjutas camareras en familiares alzamientos de solitarias enaguas a un lado de la carretera y especialmente de sus secretos solipsismos en los servicios de las gasolineras, y también en las callejuelas de la ciudad natal,
que se desvanecían en vastas y sórdidas películas, eran desplazados en sueños, despertaban en un súbito Manhattan, y salían a duras penas de los sótanos con resaca de despiadado Tokay y horrores de sueños de hierro de la Tercera Avenida & iban tambaleándose hacia las oficinas de desempleo,
que caminaban toda la noche con los zapatos llenos de sangre sobre los muelles convertidos en bancos de nieve esperando que una puerta en el East River se abriera a una habitación llena de vaporoso calor y opio,
que crearon grandes dramas suicidas sobre los farallones de apartamentos del Hudson bajo el foco azul de tiempo de guerra de la luna y serán ceñidas sus cabezas con laurel en el olvido,
que comieron el estofado de cordero de la imaginación o digirieron el cangrejo en el cenagoso lecho de los ríos del Bowery,
que lloraban ante el encanto de las calles con sus carritos llenos de cebollas y mala música,
que se sentaban sobre cajas inspirando la oscuridad bajo el puente, y se levantaban para construir clavicordios en sus áticos,
que tosían en el sexto piso de Harlem coronados de llamas bajo el cielo tubercular rodeados de cajas de naranjas llenas de teología,
que garrapateaban todas las noches balanceándose y rodando sobre elevados encantamientos que en la amarilla mañana eran estrofas de desatinos,
que cocinaban animales podridos pulmón corazón patas rabo borsht y tortillas soñando con el puro reino vegetal,
que se arrojaban de cabeza bajo camiones de carne en busca de un huevo,
que tiraron sus relojes desde el tejado para emitir su voto por una Eternidad fuera del Tiempo, y cayeron despertadores sobre sus cabezas día tras día durante toda una década,
que se cortaron sin éxito las muñecas tres veces consecutivas abandonaron y se vieron obligados a abrir tiendas de antigüedades donde pensaron que se estaban volviendo viejos y se echaron a llorar,
que fueron quemados vivos en sus inocentes trajes de franela en Madison Avenue entre salvas de plúmbeos versos y el enlatado estruendo de los férreos regimientos de la moda y los chillidos de los maricas de la publicidad y el gas mostaza de siniestros editores inteligentes, o fueron atropellados por los ebrios taxis de la Realidad Absoluta,
que saltaron desde el Puente de Brooklyn esto sucedió de hecho y se alejaron caminando desconocidos y olvidados penetrando en el aturdimiento fantasmal de las callejuelas de sopa y coches de bomberos del Barrio Chino, ni siquiera una cerveza gratis,
que cantaban desesperados desde sus ventanas, se caían por la ventanilla del metro, se arrojaban al mugriento Passaic, se abalanzaban sobre los negros, lloraban por toda la calle, bailaban sobre vasos de vino rotos con los pies descalzos estrellaban discos de nostálgico jazz europeo alemán de los años 30 acababan el whisky y vomitaban gimiendo en el ensangrentado baño, con gemidos y el estruendo de colosales silbatos de vapor en los oídos,
que se lanzaban a tumba abierta por las autopistas del pasado viajando a los puestos de observación, Gólgota de soledad carcelaria de coches preparados de cada uno de ellos o encarnación de jazz de Birmingham,
que conducían campo a través durante setenta y dos horas para averiguar si yo había tenido una visión o tú habías tenido una visión para conocer la Eternidad,
que viajaban a Denver, que morían en Denver, que regresaron a Denver y esperaron en vano, que velaron a Denver y cavilaron y se asolaron en Denver y finalmente lo abandonaron para averiguar el Tiempo, y ahora Denver siente añoranza por sus héroes,
que se postraban de hinojos en desesperanzadas catedrales rezando por su mutua salvación y por la luz y los pechos, hasta que el alma iluminó su cabello durante un segundo,
que se estrellaron a través de sus mentes en la cárcel esperando a imposibles criminales de áureas cabezas y el encanto de la realidad en sus corazones que cantaran dulces blues a Alcatraz,
que se retiraron a México para cultivar un hábito, o a Rocky Mount al tierno Buda, o a Tánger en busca de muchachos o a la Southern Pacific a por la negra locomotora o a Harvard en busca de Narciso a Woodlawn a la guirnalda de margaritas o la tumba,
que exigieron juicios de cordura acusando a la radio de hipnotismo y se quedaron colgados con su locura y sus manos y un jurado indeciso,
que arrojaban ensalada de patatas a los conferenciantes de la CCNY sobre el Dadaísmo y subsiguientemente se presentaban sobre los escalones de granito del manicomio con las cabezas afeitadas y un arlequinesco discurso sobre el suicidio, exigiendo una lobotomía al instante,
y recibieron a cambio el concreto vacío de la insulina el metrasol la electricidad la hidroterapia la psicoterapia, la terapia ocupacional ping-pong amnesia,
que en desolada protesta se limitaron a volcar una única simbólica mesa de pingpong, descansando brevemente en la catatonia,
regresando años más tarde calvos de verdad a excepción de una peluca de sangre, y lágrimas y dedos, a la visible condenación del demente de los pabellones de las ciudades de locos del Este,
los fétidos salones de Pilgrim State, Rockland y Greystone, disputando con los ecos del alma, balanceándose y rodando en los bancos de soledad de medianoche reinos-dolmen del amor, el sueño de la vida una pesadilla, los cuerpos convertidos en piedra pesada como la luna,
(****** al fin la madre) y arrojado el último libro fantástico por la ventana del piso de alquiler y cerrada la última puerta a las 4 a.m. y estrellado el último teléfono contra la pared a modo de respuesta y despojada la última habitación amueblada hasta de la última partícula de mobiliario mental, un papel amarillo se erguía retorcido sobre un colgador de alambre en el armario, e incluso eso imaginario, tan sólo una esperanzada pizca de alucinación
ah, Carl, no estaré a salvo mientras no estés a salvo, y ahora estás realmente sumergido en la absoluta sopa animal del tiempo —
y quién por lo tanto corrió a través de las heladas calles obsesionado por una súbita inspiración acerca de la alquimia de la utilización de la elipse el catálogo, la medida y el plano vibratorio,
quién soñó y realizó vacíos encarnados en el Tiempo y el Espacio a través de imágenes yuxtapuestas, y atrapó al arcángel del alma entre 2 imágenes visuales y unió los verbos elementales y puso al nombre y pincelada de la consciencia a brincar juntos con sensación de Pater Omnipotens Aeterna Deus
para recrear la sintaxis y la métrica de la pobre prosa humana y quedar ante ti mudo e inteligente y tembloroso de vergüenza, rechazado y no obstante confesando el alma para conformarse al ritmo del pensamiento en su desnuda e inconmensurable cabeza,
el loco vagabundo y el ángel laten en el Tiempo, desconocidos y no obstante registrando aquí lo que podría quedar por decir en el tiempo después de la muerte,
y se alzó reencarnado en las fantasmales vestiduras del jazz en la áurea sombra de las trompas de la banda y sopló el sufrimiento por amor del desnudo cerebro de América convirtiéndolo en un grito de saxofón eli eli lamma lamma sabacthani que hizo estremecerse a las ciudades hasta la última radio
con el corazón absoluto del poema de la vida sanguinariamente desgarrado de su propio cuerpo, comestible durante mil años.

Allen Ginsberg (1956)